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Bernard M. Baruch (1870-1965) Financiero norteamericano
Este miércoles quedó claro, por si aún había dudas, que al presidente ya lo perdimos. Las dantescas imágenes de un zócalo capitalino atiborrado por cien mil irresponsables, comenzando por él, el presidente, evidencian que su estabilidad emocional se ha extraviado.
Mientras el mundo entero, bueno, el mundo civilizado, en el que mandan gobernantes sensatos y los gobernados actúan con responsabilidad, tiembla ante una cuarta ola de la pandemia atizada por Ómicron, de insospechadas consecuencias, en México un presidente convoca a cien mil seguidores a un mitin que en las actuales condiciones es convocarlos a la muerte. Así de trágico.
Se podrá aducir que a nadie se le puso una pistola en la cabeza para obligarle a ir. Verdad a medias. No hubo una pistola pero sí una “invitación” con tintes de obligación a los beneficiados de pensiones y becas del gobierno federal. Entre los que acudieron en respuesta a esa “invitación”, los que lo hicieron en burdo acarreo al más puro estilo priísta y, también, los que lo hicieron absolutamente por su voluntad, lo de este miércoles constituyó un reto a la pandemia y, por tanto, un reto a la muerte.
Pero todo tiene un origen: la inestabilidad emocional del presidente. Solo así, con una mente ya no en carburación íntegra, puede explicarse lo sucedido este miércoles en el corazón del país. La concentración de poder, la opacidad, la corrupción desatada, la polarización, la ineficacia evidente en la tarea gubernamental, la nulidad de resultados, son características de López Obrador, sí, pero también de la mayor parte de los gobernantes. Nada especial, en realidad. Empero, llevar al matadero a sus propios seguidores, habla de una anormalidad mental que ya pone los pelos de punta.
Y lo alarmante es que apenas vamos a la mitad. La pesadilla va justo a la mitad. Lo peor está por venir. Al tiempo.
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