Una dictadura es un estado en el que todos temen a uno y uno a todos
Alberto Moravia (1907-1990) Escritor italiano
Un clásico, penoso clásico de la política mexicana, lo dictó Carlos Salinas de Gortari: “ni los veo ni los oigo”: se lo dijo a un reportero en las postrimerías de su gobierno, cuando le inquirió sobre su postura luego de que minutos antes diputados opositores, perredistas para ser más exactos, le abuchearan durante su Informe de Gobierno.
Y del literal “ni los veo ni los oigo” salinista, al ni los veo ni los oigo virtual, pero igual de real, de Andrés Manuel López Obrador, no hay mucha distancia.
Aquel se refería a diputados opositores, a sus improperios, a ofensas verbales, a críticas severas, seguro bien ganadas las más; hoy, el presidente ni ve ni oye a las mujeres mexicanas, ni ve ni oye los reclamos por inseguridad, ni ve ni oye la falta de medicamentos en los hospitales, ni ve ni oye el creciente desempleo, ni ve ni oye la corrupción en la 4T. López Obrador ni ve ni oye nada.
Paradojas de la política: su villano favorito histórico, Salinas -aunque recientemente lo haya suplido por Felipe Calderón por estrategia política-, acuñó una frase que hoy le acomoda como anillo al dedo.
Es, en mucho, la clave, o al menos parte fundamental de ella, para entender la debacle que ya envuelve al presidente, apenas a quince meses de iniciado su mandato; un gobernante que ha basado su labor en la improvisación, las corazonadas y la soberbia, que se ha encerrado en su caparazón y ha dado la espalda a todo el que él considere su adversario, que no ve ni oye a nadie fuera de su feligresía, y a veces ni a ésta. Un gobernante así, no puede esperar otro desenlace.
La lógica dice que el presiente tendría tiempo de recomponer, de comenzar a ver y a oír; la cuestión no es esa, sino en todo caso si tendrá la voluntad para acudir al oftalmólogo y al otorrinolaringologo. Veremos.
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