En Michoacán la violencia dejó de ser una noticia: se ha vuelto algo cotidiano. Los asesinatos de autoridades municipales, las extorsiones a productores agrícolas y el miedo cotidiano en las calles son el telón de fondo de una triste realidad. La reciente presentación del “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”, por parte del gobierno federal, tras el asesinato del alcalde Carlos Manzo Rodríguez, en Uruapan, ha reavivado una pregunta que nos persigue desde hace tiempo: ¿puede la paz llegar por decreto?
El anuncio de que 10,500 agentes federales reforzarán la seguridad estatal, según informó la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, se acompaña de promesas de coordinación institucional y combate frontal al crimen. Pero para los michoacanos no es la primera vez que escuchamos estrategias de este tipo. Desde los operativos conjuntos de 2006 hasta las más recientes coordinaciones interinstitucionales, las soluciones militares han ofrecido una sensación de contención temporal, pero no de transformación profunda.
Michoacán carga con una herida abierta: la del abandono estructural. No se trata solo de la presencia del crimen organizado, sino de la debilidad institucional que ha permitido su arraigo. Municipios con presupuestos insuficientes, policías mal pagados, comunidades sin acceso a servicios básicos son parte de sus causas.
El clamor social que siguió al crimen sobre la vida de Carlos Manzo lo hemos visto: marchas, luto, miedo. Pero también indignación. En Uruapan, la ciudadanía exigió no solo justicia, sino respeto a su dignidad colectiva. En medio del dolor, surgió la esperanza de que, quizás esta vez, el Estado reaccionara con seriedad. De ahí la relevancia del Plan Michoacán: una promesa de reconstrucción que deberá probar si va más allá de la presencia armada.
La experiencia nos enseña que la seguridad sin justicia es un espejismo.
Poco servirá una estrategia militar si no se acompaña de un fortalecimiento institucional municipal, de políticas sociales sostenibles y de una justicia accesible.
La violencia también ha distorsionado la economía. El sector agrícola, especialmente el aguacate y el limón, se ha vuelto rehén de los grupos criminales. El “oro verde” michoacano, que inunda los mercados internacionales, se cultiva muchas veces bajo el precio del silencio y la impunidad.
El Plan Michoacán promete atender esta dimensión económica, pero sus bases son todavía imprecisas. ¿Cómo garantizar la protección de los trabajadores del campo sin una presencia efectiva del Estado en las comunidades rurales? ¿Cómo reactivar la economía local si los productores viven atemorizados? Aún nos falta saber las respuestas a estas preguntas.
No habrá paz sin memoria; os nombres de los alcaldes, periodistas, líderes comunales y defensores asesinados no pueden quedar reducidos a cifras. Los pueblos michoacanos, herederos de tradiciones de resistencia y organización, necesitan una narrativa que los reconcilie con su historia y los devuelva a su papel de protagonistas, no de víctimas.
Michoacán vive un momento decisivo. La paz no se decreta: se construye en comunidad, se sostiene con justicia y se defiende con dignidad.
El futuro del estado no depende solo de la fuerza pública, sino de la fuerza moral de sus habitantes. Y esa, afortunadamente, sigue viva en cada mercado, en cada ejido, en cada comunidad que se niega a rendirse.
Esperemos ver resultados pronto.



