Cuando hablamos de “mareas” políticas en América Latina, imaginamos multitudes reales: avenidas llenas, mantas extendidas como un mar humano y una narrativa que se construye a partir de cuerpos presentes. Durante años, esa fue la forma legítima de demostrar fuerza social. La llamada marea rosa encarnó esa lógica: una mezcla de entusiasmo progresista, hartazgo acumulado y voluntad de transformar modelos desigualitarios.
Sin embargo, con el paso del tiempo esa estética se volvió insuficiente para entender la complejidad de la protesta actual. Hoy estamos frente a un fenómeno distinto, uno donde la calle importa, pero la conversación digital importa más. Y es allí donde surge lo que yo llamaría: la marea negra digital, un oleaje político que ya no nace de la plaza pública sino del algoritmo.
Para entender por qué comparamos ambos fenómenos conviene aclarar primero qué entendemos por cada uno. La marea rosa fue el nombre que recibió el giro progresista latinoamericano de las primeras décadas del siglo XXI. Se asocia al impulso redistributivo, a políticas sociales de gran escala y a un discurso que colocó al Estado como protagonista, frente al desgaste de los modelos neoliberales.
Pero sería ingenuo presentarla como un movimiento puro o desinteresado. La marea rosa también estuvo atravesada por clientelismo, personalismos presidenciales, errores económicos y formas de movilización en las que las estructuras partidistas jugaron un papel decisivo. No se trata de idealizarla, sino de reconocer que fue un momento histórico complejo, con luces y sombras.
La marea negra digital no funciona igual. No surge de convocatorias orgánicas, ni depende de sindicatos, ni se construye a partir de años de militancia territorial. Se produce en el terreno de las plataformas, donde lo emocional suele pesar más que lo argumentativo y donde la frontera entre lo auténtico y lo manipulado es cada vez más borrosa.
No lleva el nombre de “negra” por su contenido ideológico, sino por la opacidad de sus métodos: cuentas recién creadas, mensajes sincronizados, propaganda disfrazada de indignación espontánea y narrativas que se expanden con una velocidad que ningún movimiento clásico podría replicar. La protesta, en este caso, deja de ser un acto físico y se convierte en una percepción masiva diseñada desde la lógica del engagement.
La reciente convocatoria a la marcha del 15 de noviembre ilustra este cambio con claridad. En redes, la movilización se presentó como una oleada juvenil, casi un levantamiento generacional. Sin embargo, el análisis posterior mostró algo distinto. Durante mes y medio se detectó la creación acelerada de perfiles dedicados exclusivamente a promover esa marcha; muchos de ellos aparecieron el mismo día o dentro de lapsos de 48 horas. Los administradores de varias páginas estaban situados fuera del país, pese a que el contenido se dirigía a un público mexicano con mensajes de urgencia emocional.
Se identificaron patrones de lenguaje idénticos, horarios de publicación sincronizados y videos que alcanzaron cifras de interacción inconsistentes con el historial de quienes los difundían. Estas características no prueban por sí solas una operación financiada, pero sí permiten afirmar, con rigor periodístico, que la conversación no creció de manera orgánica.
Ese contraste revela algo más profundo: la protesta ya no depende de la presencia física. La marea rosa se construyó desde la calle hacia la narrativa. La marea negra digital hace el camino inverso: construye primero la narrativa y después intenta trasladarla a la calle, aunque el resultado no siempre coincida con la expectativa.
El poder ya no está en cuántos cuerpos ocupan un espacio, sino en cuántas personas creen que ese espacio estuvo lleno. Es una transformación que obliga a repensar la idea de legitimidad política. La pregunta ya no es quién logró llenar una plaza, sino quién logró dominar la conversación antes, durante y después de ese intento.
Lo que observamos hoy no es un duelo entre izquierdas y derechas, ni un juicio moral entre movimientos “buenos” y movimientos “malos”. Es la evolución de la protesta en un contexto donde la información se mueve más rápido que las personas, donde la indignación se fabrica con herramientas nuevas y donde la percepción colectiva puede ser alterada con relativamente pocos recursos.
Las mareas ya no son solo humanas. También son algorítmicas. Y en esa mezcla híbrida se juega gran parte de la política contemporánea.



