(Un escenario realista para México)
La promesa de una jornada laboral de 40 horas en México todavía no es una realidad, pero tampoco es una idea suelta. Es una iniciativa presentada por el gobierno federal y actualmente en discusión dentro del Congreso, con un horizonte que —si supera las negociaciones políticas y empresariales— podría implementarse de manera gradual hacia 2030. No hay ley vigente, no hay fechas definitivas y no hay certeza institucional. Lo único claro es que el tema avanzó lo suficiente como para revelar algo incómodo: México no está hablando de una reforma laboral; está hablando sin darse cuenta de una transición tecnológica.
Desde la narrativa pública, la reducción de jornada suena a modernización, a justicia social, a una deuda atrasada con la población trabajadora. En un análisis realista, ocurre dentro de una contradicción profunda: México es uno de los países que más horas trabaja en el mundo y, sin embargo, genera niveles de productividad comparativamente bajos. El país supera las 2,100 horas laborales anuales por trabajador y aun así se sitúa en los últimos lugares de competitividad internacional. No es un problema de esfuerzo: es un problema de diseño.
México no produce poco porque sus trabajadores no se esfuercen. Produce poco porque se sostiene sobre una economía del agotamiento, donde el valor laboral se mide por cansancio acumulado y no por resultados. El trabajador “comprometido” es el que permanece más tiempo, el que renuncia a la vida personal, el que está disponible cuando no debería. Se confunde sacrificio con profesionalismo. Se confunde desgaste con eficiencia. Y esa cultura del esfuerzo, convertida en métrica moral, es exactamente lo que la jornada de 40 horas viene a interpelar.
Cuando se observan los países que han logrado trabajar menos horas sin colapsar su economía, no se encuentra una epifanía ética. Se encuentra tecnología. Islandia, Bélgica, Reino Unido, Francia: ninguno redujo su jornada porque descubrió una nueva filosofía del descanso. Lo hicieron porque podían sostener o incluso aumentar su productividad gracias a procesos automatizados, herramientas digitales, reorganización técnica del trabajo y sistemas que absorben tareas antes realizadas a mano. El descanso fue posible porque el trabajo se volvió más inteligente, no porque se volvió más amable.
Y aquí es donde México enfrenta su brecha más difícil. El país quiere reducir horas, pero sigue operando como si la automatización fuera un lujo y no una necesidad. La adopción tecnológica ha sido lenta, desigual y, en amplias zonas productivas, prácticamente inexistente. Muchas empresas aún dependen de controles manuales, flujos redundantes, aprobaciones presenciales, duplicación de tareas y procedimientos que consumen tiempo sin generar valor. La cultura de automatización de procesos todavía no existe de forma masiva. México quiere el beneficio del descanso sin haber invertido en la infraestructura que lo hace posible.
Sin embargo, el mundo ya tomó una decisión por nosotros: la automatización avanza. Más del 50% de los empleos en México contiene tareas susceptibles de ser absorbidas por sistemas automáticos, y una parte significativa de los trabajos incluye funciones que pueden transferirse total o parcialmente a algoritmos, plataformas o tecnología generativa. En ese contexto, la reducción de la jornada no es un acto de generosidad laboral; es una consecuencia técnica del rediseño global del trabajo.
Y ese rediseño trae consigo un riesgo silencioso. La automatización no solo desplaza empleo por despido; también desplaza empleo por omisión. No siempre se manifiesta como un golpe visible, sino como una contracción en la contratación. Vacantes que antes existían ya no se abren. Posiciones intermedias dejan de ser necesarias. Equipos que antes requerían diez personas ahora requieren cinco. El mercado no solo expulsa: deja de absorber. La estabilidad deja de depender de cuánto trabaja alguien y empieza a depender de cuán integrable es dentro de un ecosistema tecnológico.
De ahí que la reducción de la jornada pueda ser una oportunidad o un espejismo. Podría mejorar el equilibrio entre trabajo y vida personal, combatir el desgaste crónico y obligar a las empresas a abandonar el presentismo improductivo. Pero también podría intensificar la competencia laboral, profundizar la desigualdad entre trabajos tecnificados y no tecnificados, y reforzar un mercado donde cada año haya menos espacios para quienes no desarrollen habilidades digitales, analíticas o de automatización.
Por eso, la discusión de fondo no es si México está listo para trabajar menos horas. La pregunta real es si está listo para abandonar el culto al sacrificio como métrica de valor y reemplazarlo por una cultura de eficiencia, herramientas, procesos inteligentes y reconversión laboral. Trabajar menos no será una concesión del Estado; será un efecto de la tecnología. Y en ese modelo, lo que determinará el futuro no será cuántas horas se trabaja, sino qué se hace dentro de esas horas y con qué capacidad para colaborar con sistemas cada vez más complejos.
Reducir la jornada laboral puede ser un parteaguas histórico para México o un salto al vacío. Todo dependerá de si el país decide modernizar su manera de producir o si seguirá defendiendo una ética laboral donde la resistencia importa más que el rendimiento.
Porque en el futuro inmediato, menos horas no significan más descanso.
Significan más tecnología.
Y México tendrá que decidir si camina hacia adelante… o si espera a que la automatización lo rebase por desgaste.



